De la contención a la más pura incontinencia, su mente no valía nada ante un olor, lo poseyera o no él siempre estaría poseído. Miles de camas, de sueños rotos, lo que debió ser una familia, un trabajo, una vida que dicen honesta, se había tomado el lujo de ser un cofre sin fondo, rebosando, empujando, una sola y única espiral. La destrucción.
Paseaba por las calles, siempre al anochecer. La luz del día era demasiado confusa, incluso dañina, recordando
“… llegó una bofetada del aire, diferente, no me atreví a abrir los ojos, sentí la piel de mi cara queriendo arrancarme por última vez de aquel lugar, volver al peñasco, los gestos grotescos que me llevaron allí, pero esta vez sabía que nadie jamás podría saber de ellos. Tenía los brazos abiertos en cruz, fue algo que había programado, lo había visto en las películas y lo llamaba “El abrazo de la muerte”. Tan rápido, si, no, ya no hay vuelta atrás… abrí los ojos, las piedras demasiado cerca, una lágrima huyó de mí escapando del rugido lapidador de las olas y…”